viernes, 21 de septiembre de 2007

Una experiencia de vida

Siempre pensé que el único lugar donde flaquea hasta el más valiente de los hombres es frente a un quirófano. Será por esa rara sensación que nos queda en el cuerpo cuando asistimos al nacimiento de nuestros hijos por cesárea, de sentirnos tan insignificantes ante la valentía y la fuerza que acompaña a nuestras esposas para soportar tanto dolor y sufrimiento. Será por eso que después de esas experiencias, aprendemos a valorarlas en demasía, mucho más por todo lo vivido, una vivencia inolvidable que creo alguno de nosotros como padres hemos pasado alguna vez.

Jamás estuvo en mis planes que por aquellos azares del destino, cierto día un médico me diagnostique que debía ser intervenido quirúrgicamente, de la manera más inesperada y sorprendente, (también en el lugar que menos pensaba). Un sobreesfuerzo físico había roto vasos sanguíneos que habían formado un coágulo hemorroidal y era inevitable la operación.
-A menudo uno cree estar demasiado sano, como para tomar sus precauciones en los excesos- me comentó el Doctor
-No tenemos cuidado con nuestros hábitos alimenticios o físicos que pueden dañar o hacer trabajar en exceso algún órgano y lamentablemente a veces nos damos cuenta de ello, cuando es demasiado tarde- me dijo sin quitarme la mirada, que denotaba fastidio.

Allí estaba yo una tarde de Abril. Postrado en una cama, a la espera que me tomaran el tan conocido ‘riesgo quirúrgico’, alimentando mis temores con fe y esperanza, mordiendo mi ansiedad de esperar la hora indicada para la operación. Aquellas luces de neón que recuerdo, solo las había visto en las películas o cuando estuve en el parto de mis hijos. No sé por qué ésta vez me resultaron tan familiares. La mano de mi esposa estuvo aferrada a la mía hasta el momento en que ya su presencia no era posible, una tímida sonrisa acompañó su mirada y su silueta se fue perdiendo cuando la camilla me llevaba hasta el quirófano.

-Tranquilo no pasa nada, todo es rapidito, le vamos a poner la anestesia epidural y luego dormirá tranquilito- me dijo el enfermero de sonrisa fácil y amable que ya pintaba canas, mientras me preparaba para el pinchazo.
-Seguramente boludo -me dije para mis adentros- como no es a ti a quien aguijonean.
-Tranquilo, campeón usted es un valiente- afirmo el cirujano acomodándose sus guantes de hule.
Pensaba tantas cosas y un temor asolaba mi cuerpo. Cuando de pronto sentí un dolor agudo por la aguja que me partió la espalda en dos. Después solo recuerdo la frialdad de la mesa y la sonrisa socarrona del médico que lo escuchaba cada vez más lejos, cuando la anestesia me dejaba abandonar la realidad.

-Amigo, es una operación simple, lo que va a tomar tiempo es la recuperación- fue lo ultimo que alcance a escuchar de boca del galeno.

Desperté más tarde en la camilla de mi habitación con un sufrimiento inaguantable, un dolor que asimilé a soportar y a convivir con él, incluso hasta una semana después de la intervención. Aquellas tres noches en la clínica me las pasé casi sin dormir por el padecimiento, a pesar de los sedantes que la amable enfermera me aplicaba ante mi insistencia. Después tuve que ir a casa a la recuperación que fue lenta y muy dolorosa. Allí me pasaba horas pensando los momentos en la clínica, pude mitigar mi dolor con aquellos libros de Pablo Coello, Bryce y Jaime Bayly que pude devorar hasta la saciedad y el control remoto de la TV a mi total antojo, para ver fútbol hasta el cansancio. Hasta que un día tuve que volver a la rutina laboral, con la responsabilidad de cumplir con las obligaciones, pero, con la nostalgia sentida de aquellas horas vividas.

Si algo aprendí de esa experiencia, es a mirar diferente la vida, por todas las cosas que se vienen a la mente, cuando por más simple que sea una operación, se tenga que pasar por el quirófano. Por la abnegación y la comprensión de mi familia, mi esposa y sobre todo mis hijos que sufrieron junto a mí, aquellos momentos de espantoso dolor que me llegaron a quebrar las fuerzas.

Aquellos rezagos de dolor, los valoro hoy, cuando miro a mi esposa y pienso que ella tuvo que vivir dos veces lo que bizantinamente me pasó a mí. Me inspira un eterno respeto a todas las mujeres que alguna vez decidieron dar parte de su vida misma, para darnos a nosotros padres, la dicha y la satisfacción de ver crecer a nuestros hijos, llevando presente, que para que ellos estén vivos, sus madres tuvieron que morir un poco y para cumplir con su papel, fueron mucho mas fuertes y valientes que cualquier pretencioso varón que se crea valeroso por el simple hecho de haber nacido hombre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó tu post, muy sincero...