Tus manos blancas acarician mi
cabeza y descanso mi pensamiento sobre tu falda, mis rodillas reposan el suelo,
que rozo con mis dedos semejando pinceles imaginarios que van delineando
nostalgias y rastros perdidos en el tiempo. Tu voz me suena a un arrullo y vuelvo
a sentir ese cobijo de cuando niño. Arrullas mis sentidos y pareciera que
estimularas la nostalgia, que me va adormitando, haciendo que cierre los ojos
para retroceder en el tiempo.
Sonreímos al recordar aquellos días cuando
mis primeras travesuras eran tus dolores de cabeza y mi vicio incontrolable por
el fútbol ocasionaba las huidas de casa con los amigos, que terminaban en
interminables búsquedas implacables por calles y plazas. Aquellas reprimendas
que no tenían oídos, esos yerros de adolescente perturbado y la actitud de
potro desbocado que nublaban mi raciocinio que tardé tanto en comprender y que
solo tu obsesiva forma de cuidarme, logró enmendar mi rumbo. Repaso aquellos días
cuando fui admirando tu fortaleza para sacudir los momentos amargos y cambiar
la necesidad por un cachito de esperanza.
Sonríes cuando te digo que te
adelantaste a estos tiempos de tecnología y mundo digital que vivimos, porque
nunca necesitaste celular, ni usar facebook para saber con qué enamorada estaba
saliendo, a que amigos frecuentaba y si eran buenos o malos. Tampoco requeriste
el uso de un GPS para ubicarme donde estaba y sacarme de las orejas si era
preciso, de una cancha de futbol, pararte en la puerta de alguna fiesta con tu palo
de escoba hasta que salga o interrumpir las tertulias de medianoche con los
amigos del barrio con un balde a agua sobre nuestros zapatos. Asu madre.
Tus mensajes de WhatsApp eran un
chicote de tres hebras que dejaban sus huellas por cada malacrianza y unas ronchas
que duraban una semana en desaparecer. Alguna vez me diste unos azotes
sollozando y repitiendo culposamente que era por mi bien y que algún día lo
entendería. Cuánta razón tuviste viejita. Hoy esas brechas fueron mi
mejor enseñanza de vida. Asu madre pero GRACIAS de verdad.
Desde muy chico te vi sollozar
tantas veces, cuando mi padre ya no quiso nuestra compañía y decidió no
regresar a casa, hasta que le diera la gana. Recuerdo tus ojitos llenitos de
amargura que cada noche intentaban decir que no pasaba nada y nos abrazabas
junto a mis hermanos para calmar nuestros temores. Desde pequeño entendí lo
triste que resulta llenar un vacío emocional. Después en mi adultez, cuando lo
vimos partir en ese viaje sin retorno, entendimos juntos a valorar el dolor que
produce una ausencia eterna.
A pesar de los años crueles que te
cayeron encima, he sabido admirar tu fortaleza. En menos de un año fuiste
operada tres veces, la peor fue aquella cita con el infortunio cuando tu cadera
se quebró en dos y todos pensamos en una invalidez permanente, te recuperaste milagrosamente
y hoy caminas solo con la dificultad que la fragilidad de tu cuerpo permite. La
luz de tus ojos se fueron apagando por la edad y la oscuridad amenazaba tu
vista. Gracias a tus hijos te operaste a regañadientes y hoy tienes mejor
visión que nosotros tres juntos. Incluso me alardeas leyendo textos del diario
que yo no alcanzo a ver salvo con anteojos y te digo que me siento un anciano a
tu lado. Tu solo ríes a carcajadas y me acaricias la cabeza complacientemente.
Hoy tu rostro tiene las señales de
los años pasados y tus cabellos tienen el color marcado del tiempo, pareces tan
frágil pero tienes una energía sorprendente. Tu mente sigue tan lúcida y aunque
las medicinas forman parte de tu rutina, te sobrepones al dolor para sorprenderme
a menudo con alguna travesura prohibida para esa edad que se te viene encima. Te
digo que te cuides y que no barras la calle, que lo hagan los vecinos y me
respondes que no me preocupe que solo son un par de cuadras, que así te
distraes y no te aburres. Te pregunto si no te interesa mi preocupación, me
dices que me preocupe primero por mi familia.
Te miro a los ojos y vuelvo a
perderme en la intensidad de tu mirada, compartiendo ese suspiro que dejas
escapar y que acompañas con una sonrisa cómplice. Nos abrazamos y en silencio
pareces recordarme que para ti no existen los tiempos ni las fechas especiales
y que es más valioso aquello que se demuestra a diario y se considera toda una
vida. Pones tu mano en mi frente para susurrarme aquello que aprendí desde niño:
“En la vida existen cosas importantes,
pero hay otras que son más importantes”.
Asu madre, creo que nada será suficiente
lo que haga por ti, porque siempre existirá algo que se quedará pendiente, aunque
esta admiración sea eterna y este amor sin fronteras, porque no hay forma para
recompensar tanto que has brindado de tu vida misma, a pesar de tu sufrimiento,
ofrendando un pedazo de tu alma y un retazo de tu corazón a cada uno de tus
hijos.