domingo, 14 de febrero de 2016

En el nombre de la amistad

Recostaba la cabeza en el sofá y le inventaba una caricia al sentimiento cuando la nostalgia se sentó a descansar sobre mis pies, despacito y en silencio, a pie juntillas, se fueron acercando mis recuerdos, se posaron detrás de mí y empezaron a susurrarme al oído un arrullo que me hicieron cerrar los ojos un instante. Medio despierto, medio dormido, entablé un vínculo con la imaginación y me alcanzó a las manos el álbum irreal de las vivencias pasadas, que se tornaron cual fotografías en imágenes paganas de aquellas experiencias que se fueron quedando con los años en el baúl de nuestra memoria y un rinconcito del corazón.
 
Pude pasar las hojas y mirar el retrato de mis buenos amigos, aquellos que fui haciendo con los años y con los cuales pude compartir muchas alegrías, tristezas, logros y frustraciones, pero también muchas esperanzas e ilusiones. Algunos desde la niñez, otros en el trabajo, algunos que se fueron del país y otros que tomaron la valija del viaje sin retorno hacia la eternidad, otros que fueron llegando a nuestras vidas para compartir vivencias de nuestros hijos navegando por aguas turbulentas, en ese barco del aprendizaje diario y eterno que significa ser padres. Todos entrañables y consecuentes, que te dejaron algo valioso para admirarlos y demostrarles cada día que el mejor de los afectos se entrega con un abrazo y una sonrisa sincera.
 
Siempre tuve claro que la verdadera amistad es la que empieza donde se termina el interés o es aquella que llega cuando el silencio entre dos parece ameno, quizás porque en el fondo todos tenemos o creemos tener buenos amigos, aunque pocas veces hayamos tenido en suerte palpitar un sentimiento ajeno para compartir una pena o alegría con alguien que no lleva nuestra sangre y que llegó sin siquiera haberlo citado, o quizás porque pudimos haber compartido un sollozo lastimero en un hombro forastero, aferrando la melancolía en una sola palabra que levantó nuestra grandeza y estrujó la soledad de nuestros días de angustia. De esos momentos en que aprendemos a valorar la amistad.
 
La vida me enseño que la verdadera amistad es como una planta de desarrollo lento, a la cual debemos cultivarla y abonarla con la sinceridad, regarla cada día con el agua del afecto y la consideración, cuidarla con el sentimiento del cariño y las emociones compartidas, a la cual jamás debemos dejarla abandonada a su suerte en el desierto del olvido, pues como una plantita, puede crecer muy alto y florecer con sus mejores colores, pero si la descuidamos, puede morir sin remedio y desaparecer sin dejar rastro en el recuerdo de nuestra indiferencia.
 
Reconozco que a veces y solo a veces, he odiado a las circunstancias cuando me llevaron por rumbos lejanos y me hicieron distante de mis buenos amigos. Al tiempo, porque me hizo preso de mi propia nostalgia, a la distancia porque me hizo sentirme lejos de mis vivencias y a la realidad, que me pintaba distintos paisajes, unos simples, alegres y otros tristes. A veces y solo a veces, he odiado esta maldita tecnología, por haberme envuelto en sus garras y me hizo esclavo del facilismo tirano, que me permite saber de mis amigos en tiempo real, pero que me privó la sublime sensación que produce brindar un abrazo real, de verdad, sobre todo cuando se requiere en los momentos difíciles, esos que duelen y que nos dejan un agujero en el corazón.
 
Pero me he dado cuenta que no estoy hecho para el odio, porque soy de aquellos que definen a la amistad como el único sentimiento, mediante el cual los seres humanos pueden manifestarse afecto, cariño y sinceridad sin condiciones, soy de los que valoran el aprecio en demasía y un convencido que es más fácil encontrar un amor apasionado que una amistad perfecta y es que los buenos amigos son como la misma sangre que acude a la herida sin necesidad de llamarlos y que los verdaderos amigos son aquellos que te dicen la verdad, mirándote a los ojos.
 
Cuando pude despertar, un extraño vacío me recorrió el alma, miré el espejo de la realidad y pude distinguir como se ha pasado el tiempo y sin darnos cuenta se ha ido llevando nuestros años, recordaba a mis buenos amigos, aquellos que siguen hasta hoy, a quienes siempre los tengo presente y que coincidimos en que el tiempo quizás solo nos cambió nuestros cuerpos, pues nuestra onda y nuestra amistad sigue latente, pues aunque a veces la separación nos haya mantenido oculto de los ojos, hemos estado cerca del corazón, porque cuando la amistad y el afecto son sentimientos sinceros, rompen fronteras y logra que la distancia sea una mera forma de estar lejos, pues los amigos son para siempre.
 
Para mis amigos y amigas que pude hacer en la vida solo quiero darle las gracias, por estar siempre allí cerca. Este mortal simplemente ha tratado siempre de brindar en reciprocidad, todo aquello que alguna vez recibió incondicionalmente y que lo quiere manifestar cada día de su vida en un agradecimiento eterno.