sábado, 10 de mayo de 2008

Mi joya mas valiosa

La mujer embarazada, esperaba su primer hijo, sus horas habían transcurrido de manera tranquila, ya estaba en los últimos meses y su ilusión crecía tanto como su barriga. Ella, había hecho muchas oraciones para que la bendición de Dios ilumine su precario hogar que recién se estaba formando a punta de esteras y adobe. El esposo acomedido acariciaba el vientre de su mujer con devoción, mientras apuraba sus fuerzas para plantar la última estaca que daría forma a la puerta de su casa. Así se fueron transcurriendo los días, entre la alegría que encontraban cuando el sol calentaba sus cabezas y la tranquilidad que descubrían cuando abrazados, esperaban que la noche los cubra, a la luz de una vela que alumbraba su esperanza.

Eran los días en que la mujer embarazada, se esforzaba por ayudar a su esposo, a costa de que cada vez tenía menos fuerzas, para caminar, incluso para respirar. Fue el destino o la fatalidad vestida de infortunio, que un día de esos que no se quieren recordar, cuando la mujer embarazada, quiso perseguir a un pollito escurridizo, trepó a la parte alta del techo y este no resistió el peso, viniéndose con ella al piso. Fue un milagro el que no le costara la vida de ella y de su hijo que llevaba en el vientre. Después del susto, ella siguió sus días de dulce espera, un par de meses después alumbró un hermoso varoncito, al que llamaron Eduardo, quien desde que nació presentó algunos problemas de salud, producto de aquella caída que no lo dejaron vivir mucho tiempo. Un día de otoño gris, en los brazos de su madre, cerró sus ojitos para siempre, dejando a la pareja y sobre todo a la madre, sumida en la tristeza y el desconsuelo.

Yo no conocí a mi hermano Eduardo, su corta vida me la contó mi madre, que nuevamente salió embarazada y me trajo al mundo una noche de octubre, cuando los dolores del parto casi le arrancaban la vida. No alcanzó llegar al hospital y fue la cama donde había dejado su corta vida mi hermanito, donde quiso Dios que ella vuelva a sonreír y sentirse bendecida con la llegada del hijo añorado, el que calmaría su tristeza. Desde el primer minuto de existencia, ella me brindó los cuidados más extremos que se pudieran concebir, su instinto sobre protector, fue mas allá de su propio amor maternal. El temor de volver a perder otro hijo, la hizo sentirse demasiado vulnerable y veía en mi, su esperanza de volver a sentirse viva, pero al mismo tiempo la asaltaban muchos miedos escondidos y aplicaba afiebrados conceptos del cuidado excedido para un niño normal.

Desde muy pequeño, sentía que la devoción que mi madre me brindaba era exagerada, incluso cuando llegaron mis dos hermanos Miguel y David, con todos fue igual, pero de manera mucho mas marcada lo sentía para conmigo, más aún cuando mi padre, un día se dejó envolver por devaneos insensatos y se marchó de la casa. Mi madre desde ese instante refugió en sus hijos, toda su atormentada soledad. Cuando la adolescencia tocaba las puertas de mi autonomía perturbada y el fútbol ocupaba todos mis pensamientos o el rock caliente del grupo Kiss, me envolvía con frenesí, mi desenfrenada vivencia juvenil, mi madre siempre sacudía mis pensamientos.

-Hijo ¡ya basta de fútbol!... todo el día estas en la calle tras una pelota-
-Ya mamá no te preocupes tanto-
-Es que hijo sino estas en la pelota estas con tus amigos roqueros- me increpaba fastidiada
-Pero mamá es lo que me gusta, no te preocupes-
-Es que en la calle te puede pasar algo hijo, no quiero ni pensarlo-
-Ya mamita no seas exagerada- le respondía con frecuencia
-Es que tu no puedes entender lo que yo siento como madre- me decía ella con su mirada pintada de clemencia.
-Si mamá pero no exageres tanto-
-Es que yo los quiero tanto hijos, ustedes son mis joyas mas preciadas-

El tiempo se ha pasado más rápido de lo que hoy apuren los recuerdos, cada vez que el tiempo y la responsabilidad familiar lo permiten, voy a visitarla y en cada abrazo que recibo, pareciera que fuera el último, siempre que suelo besar su frente, ella me susurra al oído “mi hijo querido”, “mi joya más valiosa”, siempre me recibe igual que cuando era un niño o joven irreverente, siempre me brinda su regazo, con ese amor que cala mis entrañas y me hace sentir a su lado, un ser tan simple e intrascendente.

Dicen que los nietos son para los abuelos, la prolongación de sus hijos y en muchos casos la reencarnación de ellos, incluso suelen hacer muchas cosas que no hicieron o pudieron para con sus propios hijos. Siento una nostalgia ajena, distinta y paradójica, cada vez que miro como mi madre juega con los cabellos de Franco, mi hijo mayor y acaricia el rostro de Sergio, el menor y más cariñoso. De alguna manera veo reflejado en ellos, aquellos tiempos en que mi madre amparaba sus penas, brindándonos su amor infinito. Me recorre un extraño escozor cuando la veo con sus cabellos blancos y su rostro cansado por los años, con sus ojitos pardos y su mirada limpia. Cuando me regala esa sonrisa tímida pero tan divina, que me cala los sentidos, cuando abraza a sus nietos y los apretuja contra su pecho, como hacía con sus hijos, cuando eran suyos y hoy ya cada uno alejados y con distintos destinos.

Hoy la vida me pone a prueba, cada vez que la veo, la siento más débil y a veces más triste, en cada abrazo que nos brindamos, mi corazón late mas aprisa y el de ella se escucha fatigoso, doliente. Su lucha tenaz contra los años y los males que la aquejan, la van minando y haciendo que cada día tenga menos ganas de levantarse y cuando me sonríe lo hace de una manera melancólica, tratando de asolapar su dolor interno. A veces me vienen extraños presentimientos, me asusta pensar que cuando despierte, no la pueda volver a ver. Cada noche le rezo a Dios para que permita aliviar sus males y la proteja cada instante cuando las sombras ocupen sus pensamientos, para que alargue el tiempo que la pueda tener cerca, para que me deje la oportunidad de decirle cada día, cuanto la extraño y cuanto la adoro.

Mirando el rostro de mis hijos, me vino a la memoria, aquellos tiempos cuando niño, mi madre me brindaba su protección desmedida, hoy la historia parece repetirse, cuando miro a mi esposa, atenderlos con devoción extremada y sobre protegerlos con su amor desbocado, pero tan sincero y admirable, quizás sean distintos los tiempos y los temores sean mayores, pero admiro tanto ese amor que ella les profesa que ahora en el otro lado del río, como padre sensible, ante ese sentimiento maternal inigualable, me siento tan igual de insignificante a su lado, como cuando era aun un mozuelo y tenía a mi madre cerca.

En mi ser, guardo la esperanza, que mis hijos por siempre sean agradecidos de tener la madre tan preocupada por ellos y que aunque el tiempo se lleve sus vivencias y los años nos sometan a quedarnos débiles e inseguros, cada vez que abracen a su madre, sientan el mismo amor que cuando niños, porque es la ley divina, la de intentar ser cada día mejores hijos, por ende mejores padres y forjar seres humanos agradecidos a Dios de tener una madre que a pesar de todas las circunstancias adversas, siempre nos espera con sus brazos llenos de amor.

-Hijo, cuidate mucho, no hagas desarreglos..- me dice mi madre amorosa al despedirse
-Ya mamá tu también cuídate, toma tu medicina, el domingo vengo con los chicos para almorzar juntos-
-No te preocupes hijito, haz tus cosas con calma- me responde
-Te quiero mucho mamita- le digo cuando ella besa la cabeza de mis hijos y los acaricia acomodándoles la ropa
-Ay hijo, a veces quisiera que Dios me dé mas vida para ver crecer a mis nietos-
-Yo rezo todos los días mamita para ello suceda-
-Mi “corazone”, alma de mi alma, mi joyita preciada- me dice ella abrazándome fuerte y a mi se me hace un nudo en la garganta en esta despedida, que no sé si sea la última
-Chau mamita linda- le digo besando su frente

Una vez mas me alejo de su tibio regazo para emprender mi rutina familiar, una vez mas la dejo allá lejos de mis ojos, pero muy cerca de mi corazón y mi pensamiento, allá se queda mi madre adorada, mi joya más valiosa.