sábado, 18 de junio de 2011

Padre sin tiempo, hijo sin padre


Hector maneja apurado su moderno automóvil. En la radio suena “En la ciudad de la furia” de Soda Stereo y su sonido parece perderse entre el bullicio del tráfico limeño y las siluetas de gente que corre apurada y busca un atajo para aligerar las urgencias del reloj. Es una mañana gris y fría, típica de invierno. Lleva demasiados sentimientos encontrados que apuran el latir de su corazón, conforme acelera el auto que no avanza entre este río tumultuoso de carrocerías que parece no tener principio ni final. La voz de Gustavo Cerati lo mantiene ensimismado y la luz del semáforo, ha logrado detener su apresurado pensamiento, para fijar la mirada en una pareja de jovenzuelos enamorados que tomados de la mano, intentan cruzar la calzada. Un extraño ardor le recorre el cuerpo, cuando el joven pasa a su lado y se da cuenta que físicamente, se parece demasiado a su hijo Gabriel.

Hector es un hombre exitoso, ha sabido hacerse desde abajo. La empresa que maneja hoy, ha crecido tanto como su patrimonio. El dinero que ha podido generar le ha brindado una vida cómoda, placentera y ha hecho amigos por el mundo. Ser empresario desde muy joven le dio la experiencia para acrecentar su arraigo y es muy considerado en el mundo empresarial. Su fama ha llegado a ser portada de diarios y es voz autorizada en la TV. Su capacidad ha sido resaltada y hasta ha tenido coqueteos con la política. Gabriel es su único hijo hombre y quien desde muy pequeño lo hizo sentir como lo más importante que le pasó en la vida. Cuando nació, él estaba dando sus primeros pasos empresariales y era la razón principal que le faltaba a su matrimonio. Daniela, su esposa, era una mujer encantadora, de hermosos ojos verdes, carácter jovial y con mucho apego a su familia. Gabriel llenó de alguna manera, un vacio de afecto que no había tenido cuando niño. Su padre fue un militar que se separó de su madre cuando él recién frisaba los 10 años. Su infancia, nunca le trajo buenos recuerdos.

El moderno auto se estaciona frente a la clínica. Hector baja apresurado. En la puerta está Daniela, con el rostro desencajado. Su hermana, Fresia, la coge del hombro y la acompaña en sus pasos cansinos. Hector las saluda y sigue de frente. Ellas lo siguen por el pasadizo que lleva al ascensor. Intercambian miradas, pero ninguno atina a decir una palabra. En el piso cinco, se abre la puerta y se encuentran con Carlos, el médico que es amigo de la infancia y que hoy tiene en el rostro un signo de interrogación.

-¿Y como está Gabriel?- Pregunta Hector, con una mueca de impaciencia
-Ha tenido un derrame cerebral y se encuentra en coma. Llegó con un cuadro de intoxicación severo, me duele tanto como a ustedes, pero la verdad es que no tenemos muchas esperanzas, lo siento
-Pero como ha pasado, ¿No se va recuperar?
-Creo que se te olvida que Gabriel hace tiempo fue declarado drogadicto y esto no es más que la consecuencia fatal de su adicción
-Pero tiene que haber alguna forma de curarlo, dime cuánto cuesta yo estoy dispuesto a pagarlo-
-Creo que no es cuestión de dinero Hector
-Todo tiene un precio Carlos- Interrumpe con energía Hector, volteando la mirada y golpeando su puño en la pared
-Algo se puede hacer Carlos, no me digas que no- Intenta suplicar Daniela, mientras su hermana la abraza e intenta calmarla. El doctor, solo atina a mirarlas con tristeza, cierra y abre los ojos sin decir nada.

La sala de espera del piso donde se encuentra Gabriel, acoge a muchos familiares que se van consolando, unos lloran y se abrazan, otros solo atinan a quedarse quietos en un lamento individual. Las horas transcurren y Hector en un rincón, aprieta los dientes y conforme va mirando a los presentes, acoge recuerdos, que le vienen a la memoria como imágenes paganas de lo que ha sido su vida hasta hoy.

Miraba a Daniela y recordaba los primeros años de Gabriel. Aquellos días cuando los tres se tomaban de la mano y caminaban por ese parque que le traía siempre repasos agradables. Los continuos viajes de negocios que repercutieron en el bienestar del negocio, pero también fueron una razón de distanciamiento con su familia. Recordó que le fue infiel a Daniela y tuvo una hija con una joven empresaria, consecuencia que causó su separación. Miraba a su madre y recordaba que su hijo Gabriel, vivió su adolescencia, con muchas cosas materiales que él le brindaba, pero que era la abuela quien le otorgaba el cariño que el joven reclamaba. Los ojos de Fresia, su cuñada, se posaron en los suyos y asumió el reproche. Daniela, se hizo adicta a los tranquilizantes, luego que su matrimonio se fue al abismo. Fue ella la que se encargaba de llevar a Gabriel al colegio y quien de alguna manera trataba de suplir el papel de su hermana. Con resignación, miraba los rostros de todos los que habían tratado de hacer su rol de padre. Cuando su hijo necesitó de él, estaba ocupado, cerrando un negocio o volando a alguna playa caribeña, con una de sus conquistas. Para Hector, la solución a los problemas estaba en tomar su lapicero y firmar un cheque. En ello incluía el tema de la familia como parte del negocio.

El padre de Hector se abrazaba con su madre. En su ancianidad, ellos sufrían más de la cuenta. Fueron los que vieron como crecía el imperio económico y como se destruía la vida de su nieto. Las malas amistades, el libertinaje y la ausencia de la figura paterna, fueron creando un chico rebelde e insolente, un joven insensible que sentía arcadas, cada vez que miraba como su madre arruinaba su vida, víctima de la depresión. El tiempo y la dedicación que necesitó, lo encontró en las drogas y nadie pudo hacer nada por impedirlo.

La imagen de aquel joven que Hector vio temprano, tan lleno de vida y que se parecía tanto a su hijo lo hizo quebrarse. Por un momento, se acordó de Gustavo Cerati y aquella vez que fueron juntos al concierto en San Marcos. La nostalgia, le fue haciendo un hoyo en el pecho y alcanzó a brotar un sollozo que desbordó su fortaleza. Dejó caer su humanidad y recostó su cabeza. Su celular vibraba y no atinaba a contestar. Cerraba los ojos con fuerza y los abría mirando el techo con rabia e impotencia. Sintió una mano que tomó su cabeza y la levantaba del letargo. Era Carlos, su amigo eterno, el doctor que no podía hacer nada por devolverle a su hijo.

-¿Que pasó hermano? ¿Qué hice mal?- Atinó a preguntarle Hector con resignación en sus ojos
-Dímelo tú amigo, de pronto la pregunta sea, qué no hiciste bien
-Yo le di todo lo que necesitaba, lo puse en buen colegio, lo cuidaba, confiaba en él
-La primera vez que vino aquí, te dije que si no hacías algo, tu hijo podría empeorar
-Pero tú sabes, los negocios, no me dejaban tiempo, soy un hombre demasiado ocupado, cumplí con darle un psicólogo, lo estaba ayudando
-Creo que tu hijo, necesitaba un padre y no una chequera Hector, piensa y razona, de todas las cosas que le diste que crees que le hizo falta, analiza.

Hector se quedó en silencio unos segundos. Carlos lo tomó del hombro y le dijo, que no le responda, que él solo encontraría la respuesta y se fue de su lado. Hector miró a su alrededor, con incapacidad de reacción sentía que ni con todo el dinero que tenía, podía revertir una situación por demás complicada y dolorosa. En silencio comprendió que lo que nunca tuvo para su hijo fue tiempo. Aquel que no tiene precio y que no puede comprarlo ni con la fortuna más grande del mundo y menos aún lograr que retrocediera para corregir sus errores.

El tiempo, es lo que hoy más nos hace falta a los padres. Vivimos postergando las cosas e intentando cubrir esa carencia en nuestros hijos, complaciendo sus requerimientos mínimos, a veces sin merecerlo. Nos cuesta aceptar, que podemos estar siendo demasiado permisivos o sencillamente trabajamos tanto, que no nos queda tiempo para reparar siquiera, que es una mera forma de limpiar nuestras conciencias. Quien sabe y nuestra mayor preocupación sea uno mismo y ese tiempo que nos hace falta, lo utilizamos para remendar nuestras propias vidas.

El mundo globalizado que nos gobierna, ha logrado que la tecnología nos quite el papel de formadores de nuestros hijos. Ellos ya lo saben todo y lo que no, simplemente lo buscan en internet. De alguna manera, a nosotros los padres, nos cuesta hacer conocer a nuestros hijos las carencias, por ello se acostumbran a la cultura del desperdicio. Tienen todo a la mano sin que les cueste esfuerzo y sin darnos cuenta, los vamos convirtiendo en habitantes de una pensión, con sirviente incluido, que después intentamos que funcione como hogar. Y si los padres hacen falta en casa, ese vacío, muchas veces se ha llenado con cosas materiales y no con lo más valioso que requieren los hijos: El tiempo. Por ello, hoy más que nunca, como padres tenemos la obligación de darles tiempo, no el cualitativo, sino el cuantitativo, que es el más valioso y necesario. Porque los padres sin tiempo, originan hijos sin padres.











martes, 8 de marzo de 2011

Un rock de pura sangre

Siempre sentí la música, como un bálsamo que alivia el espíritu y apacigua el alma. No tiene tiempo, edad, nombre propio, ni lugar de residencia. Vive prendida en uno mismo y porque una melodía, resultó muchas veces, un cántico de complacencia para nuestro ya cansado corazón. Pero al rock, lo sentí como un arrebato a la cadencia propia de sentir la música. Quizás, porque sea una forma de expresión diferente y apasionada o porque en sus distintos matices, es como un rio de excitación, que corre por las propias venas y subyuga nuestra serenidad, haciéndola vibrar desenfadadamente, en un ritmo de frenesí, que perdura para siempre en cada una de nuestras emociones.

Mi oído es amigo de cualquier tonada y nunca le importó si esta era añeja o contemporánea. Tampoco, si tenía un tinte romántico o frenético. Digamos que, mi oído musical es concubino de todo tipo de melodías y aunque aprendió con el tiempo a ser selectivo, nunca dejó de ser un compinche del rock clásico. Cuando uno es joven, elige y acoge su gusto musical, pero cuando se es padre, ese gusto se comparte, se dispersa y se hace compatible con la paciencia. Al principio, somos dueños de nuestro gusto, lo hacemos prevalecer, pero con el tiempo, conforme nuestros hijos crecen, uno se ve obligado a tener que acompañarlos, aunque ello signifique que sus gustos, a pesar de no ser compatibles con nuestros oídos, deben serlo con nuestro raciocinio.

Nunca pude ocultar mi gusto musical con mis hijos, ni hacerme el desentendido. Mientras yo buscaba escuchar a KISS, AC/DC, Rolling Stones o Queen, ellos vapuleaban mi deleite impugnando mi desactualizado repertorio. En el auto había una lucha desigual. Por un lado estaba yo, intentando escuchar mi rock y ellos queriendo imponer su devoción coaccionada por el “Regaetton”, que era una forma de estar más en sintonía con sus amigos del colegio, que algún gusto o afinidad musical. Siempre terminaban ganando ellos y yo, me fui haciendo cómplice de ese frenesí, más por verlos felices que por vocación propia. Ellos fueron descubriendo los temas y las bandas rockeras de mi predilección y yo, terminé tarareando más de una vez, algún pegajoso tema “Regaettonero”.

El cambio surgió cuando mis hijos conocieron la música de GREEN DAY. Fue una forma de despercudir ese alineamiento amical, propio de su edad. Descubrieron nuevos ritmos y sonidos, otros grupos de rock, otras coincidencias, que fueron cambiando su gusto musical. En casa empezaba a existir alguna sintonía de aficiones y de beneficio mutuo. Ellos interesándose por la música y yo tratando de sacarlos un poco del vicio del Messenger y Play Statión. El primer reto llegó cuando traje una guitarra a casa y les dije que les compraría una eléctrica, si aprendían a tocarla. Lo que creí sería un hobbie pasajero, se hizo una obsesión. Franco –mi hijo mayor- aprendió a tocarla muy rápido, tan solo mirando Youtube. Sergio, el menor, solo seguía el ritmo sin animarse a ser constante. El punto de quiebre fue aquella inolvidable noche en que los tres asistimos al concierto de GREEN DAY. Desde aquel día, ambos fueron puliendo su gusto, de una manera obsesiva y perfeccionista, al punto que cuando la guitarra eléctrica llegó a sus manos, Franco ya sacaba tonadas y hasta se animaba a cantarlas. Ello era una satisfacción para mí, pero una tortura para su madre -también los vecinos- al no soportar los ruidos que hacía a toda hora.

Estas vacaciones, mis hijos, llevaron un taller de rock en MUSIKAP, una empresa que apuesta por un nuevo concepto para aprender música, haciendo música, pero dentro de un estudio de grabación. Una forma de exploración musical, tocando algún instrumento y despertando ese talento escondido. Allí encontraron a Francisco y Mauro, dos talentosos chicos, que ya tocaban la guitarra y el piano respectivamente. Franco, tocaba bien la guitarra, pero Sergio, que aún no se definía, se vio obligado hacer un poco de percusión. Debían ensayar cinco temas de su predilección para exponerlos al final del taller. Fueron 8 viernes de sesiones en las cuales ellos, casi sin quererlo -ni saberlo siquiera- estaban frente a su primera banda de rock. El último ensayo, quedé sorprendido, al ver lo afinados que sonaban, el buen oído musical que tienen y los buenos músicos que proyectan ser en el futuro. Aquella tarde, quedé gratamente impresionado, pero también muy feliz, porque descubrí que mi Sergio, tenía guardado dentro de sí mismo, que lo suyo era la batería.

El día de la presentación fue este sábado 5 de marzo en el JazzZone. Estuvimos los que teníamos que estar y fue inolvidable. Los chicos demostraron su talento y en cada tema, nosotros sentimos que nuestra turbación, era tan grande como nuestro orgullo. Los chicos se entregaron totalmente y los padres, dispersaron sus emociones. El mayor mérito es que ellos solos, desarrollaron los acordes y arreglos de los temas elegidos y que practicaron con mucha dedicación. Sergio, muy serio, fue el alma de la banda y su madre no cabía en su complacencia, al igual que Francisco y Mauro, que estuvieron estupendos. Todos son bisoños aún, pero tienen madera para llegar lejos. Cuando Franco, interpretó el “Wake me Up When September Ends” (Green Day) con una dedicatoria especial, hizo que mi emoción se quebrara y algunas lágrimas recorrieran mi rostro sudoroso de nerviosismo. Al final el “Smells Like Teen Spirit” (Nirvana), en la interpretación de Francisco, cerró con broche de oro una mañana musical, llena de rock y sensaciones dispersas, pero tan intensas, como el amor por nuestros hijos.

Resulta placentero escuchar una melodía que llena nuestra inquietud y nos anima a soltar esa voz imaginaria que acompaña aquella tonada rockera, que nos trae un recuerdo o esa canción romántica que se llevó una hoja del calendario. Pero que diferente y gratificante resulta, cuando quien logra ejecutarla es un ser que lleva tu propia sangre. Es algo indescriptible, una emoción tan intensa como extraña, que te perfora los sentidos y te hace preso de una emoción, por demás incontrolable.

Yo no sé mañana, pero hoy día tengo el orgullo que me hierve y me corre por las venas. Mis hijos nos han regalado su talento y su madre y yo sentimos que los amamos más que a nada en el mundo. Gracias Dios, por tanta dicha y emoción juntas, por la música, por estos momentos que jamás olvidaremos y por este rock, que llevo en la piel y que mis fieras -como yo les digo- me han hecho sentir, de pura sangre.