martes, 4 de septiembre de 2007

El balón manchado por el D10s

El balón, después de aquella triste despedida en el Monumental -un 10 de noviembre del 2001- se había quedado adormecido, tendido en su lecho, abrigando en su regazo el desconsuelo y palpitando su obligada resignación, porque el genio, el Dios vestido de barrilete cósmico, se había ido para siempre de los campos de fútbol, ya no acariciaría mas su esférico rostro, con ese botín mágico, inconmensurable y maravilloso, ahora no había mas razones para seguir existiendo, porque el placer de su propia subsistencia, solo había llegado a su clímax cuando el Diego, lo hizo rodar alegre por el césped, con esa autoridad divina que dominaba a su antojo su elíptica forma.

Ese balón que decidió quedarse dormido eternamente, estaba perdido en el olvido, hasta que la otra noche vinieron por él, el hombre lo tomo en sus manos y lo abrazó con nostalgia, le dio aire y pudo divisar una dedicatoria casi borrosa que parecía una mancha... “Diego (10)”. Recordó que aquel balón lo había recibido de las manos del propio Maradona, el día de la despedida, pero esta vez nadie iría a darle pataditas, jugarse un partido completo. Esta vez el balón y su dueño tenían un destino diferente.

El hombre se posó frente al Sanatorio Güemes, llevaba la camiseta Argentina, la de Maradona, con el N° 10 en la espalda, una estampita de la virgen María y el balón autografiado bajo el brazo, casi en silencio se unió al coro de plegarias de la gente allí apostada, con suavidad posó su mano por el balón y recordó con melancolía aquella frase de “la pelota no se mancha...”, él sentía diferente, su balón si estaba manchado, quizás con la firma del Diego que casi no se distinguía, pero ello era también una metáfora, para con ese intrépido actuar del ídolo y la desfachatada forma de perderse en el desenfreno, el abuso del alcohol, la adicción a la cocaína y su caso omiso al peligro, lo viene arrastrando a una inminente autoeliminación,

El hombre que ya pintaba canas rezaba en silencio, aprisionando la estampita y su balón manchado, trataba de esconder una traviesa lágrima que le surcaba el rostro y que le venía desde el alma :

Diego querido, no me hagas esto, no manches de ingratitud el recuerdo y tampoco juegues irresponsablemente con la muerte, porque el 86 -la vez del gol a los ingleses- casi me matas de alegría y en el 2004 me quebranté de hipertensión cuando la eludiste con suerte, hoy vives jugando con ella como si fuera un balón, vengo a pedirle al todopoderoso que te ayude en tu recuperación, pero te imploro por lo que mas quieras, no vuelvas a tenerme en esta angustia, porque un día, cuando aceche otra vez la muerte, quizás ya no te queden fuerzas para el regate final, cuando tu corazón no responda al llamado que le haga la tribuna y la fatalidad nos termine marcando a los dos el destino cruel del infortunio. Quisiera y que si algún día llegara la muerte, sea porque es parte de nuestro destino de vida y no porque le hayamos tocado la puerta.

Allí se quedó el hombre, aferrado al balón de fútbol, pensando que aunque toda esta devoción resulte a veces demasiada injusta, en el fondo no resulta siendo mas que un paradigma eterno por aquel fervor mezcla de demencia y obsesión, por alguien que es prisionero de un pueblo cuyo afecto es asfixiante y mortal, un genio que un día tocó el cielo con las manos y que de tanto escucharlo, hoy se sienta un Dios omnipotente y dueño de su propia existencia, quizás no entienda que por todo lo que hizo en una cancha, ha dejado un legado en todos los que amamos el fútbol y que de a pocos vamos perdiendo la esperanza, que su leyenda viva se está extinguiendo sin remedio.

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