viernes, 31 de agosto de 2007

La restauración de las almas

La catástrofe ha pasado, la mujer levanta el rostro y mira que sus ropas están aún polvorientas, sus manos sangrantes, aprisionan el pañuelo que aquella noche, en que la tierra sacudió sus entrañas, estaba limpiando el rostro de su niño. Cuando todo se hizo estremecimiento, lo perdió de vista, sus ojos se nublaron de terror, ya no pudo divisar nada, aquella vieja pared, de adobe y quincha, donde colgaban unos cuadros con su retrato, se desplomó como si fuera una fortaleza de cartón, solo le quedó en la memoria la voz de su hijo que con sus escasos 6 años a cuestas, clamaba ayuda, no pudo recordar nada más.

Ya es el tercer día, y en Pisco hay un olor a muerte y desolación, es de mañana y aún con la misma vestimenta con que la sorprendió el terremoto, la mujer abraza desconsolada el féretro de color marfil, donde se encuentra su niño, su adoración, su tesoro, su joya más preciada, se quedó sin existencia. Cuando intentó buscarla en la penumbra, la tierra se tragó sus pasos y doblegó su frágil cuerpecito, que no pudo resistir el embate, su casa, aquella donde pasó sus mejores momentos de su corta vida, se le vino encima, dejándolo inerte, sin vida y sin esperanza. Su madre llora desolada, bañando con sus lágrimas el ataúd, no hay nada que la consuele y solo pide a gritos al cielo que se lleve su espíritu, para estar cerca de su pequeño, para olvidar de un solo impulso aquel recuerdo maligno que desde aquella noche atormenta sus atribulados recuerdos.

Ya ha pasado la tragedia y los corazones del mundo se ha unido en el abrazo unido de la solidaridad, pero toda la ayuda material -que hace mucha falta- que va llegando de los lugares mas recónditos del mundo, va pareciendo pequeña, comparada con el dolor intenso que ha quedado en los corazones y las mentes de esas mujeres que han perdido a sus hijos, esos hijos que perdieron a sus padres o esos padres que jamás encontrarán a sus parientes. Quizás todo lo que buenamente se esté brindando, resulte siendo una mera forma de desfogar nuestras conciencias atribuladas, de liberar nuestras culpabilidades, con un alimento, un abrigo o una parte nuestra, que conforme pasan los días, se va convirtiendo en una escondida forma de indolencia que la estamos disfrazando con resignación. Acaso y nos hayamos puesto a pensar como van a superar estas familias su reinserción a lo que será a partir de ahora, su nueva vida después de de haber escapado de las garras de la misma muerte.

La reconstrucción está en camino, levantar una nueva ciudad desde las cenizas, quizás sea tan importante como la restauración de las esperanzas perdidas, de recomponer las ilusiones desde el repaso de los recuerdos amargos e imborrables. Hoy resulta importante el alimento espiritual, el trabajo de la mente aún perdida en la nostalgia por la vida pasada, que se rompió en mil pedazos. Hoy nuestros hermanos en desgracia, más que nuestra lastimera misericordia, requieren que nuestra solidaridad se haga extensa y permanente, porque lo material se irá perdiendo en el tiempo inmediato, pero el soporte místico resulta fundamental para el resurgimiento personal y humano. Porque aunque el tiempo pase y se vaya llevando sus vivencias nuevas, el dolor seguirá en sus almas por una eternidad y cada consuelo solo logrará retroceder el tiempo, para recoger sus lamentos como migajas de tristeza.

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