domingo, 5 de agosto de 2007

En el nombre de la amistad

Recostando la cabeza en el sofá, le inventaba una caricia al sentimiento cuando la nostalgia se sentó a descansar sobre mis pies, despacio y en silencio, a pie juntillas, se fueron acercando mis recuerdos, se posaron detrás de mí y empezaron a susurrarme al oído un arrullo que me hicieron cerrar los ojos un instante, medio despierto y medio dormido, entablé un vínculo con la imaginación que me alcanzó a las manos el álbum irreal de las vivencias pasadas, que se tornan cual fotografías en imágenes paganas de aquellas experiencias que se fueron quedando con los años en el baúl de nuestra memoria y el corazón.

Pude pasar las hojas y mirar el retrato de mis buenos amigos, aquellos que fui haciendo con los años y con los cuales pude compartir muchas alegrías, muchas frustraciones, pero también muchas esperanzas e ilusiones, algunos desde la niñez, otros en el trabajo, algunos que se fueron del país y otros que tomaron la valija del viaje sin retorno hacia la eternidad, todos entrañables y consecuentes, algunos con los que hoy comparto la rutina laboral y que muchas veces tuvimos que separarnos, por razones ajenas a nuestro deseo, pero que siempre se conservó el cariño, la sinceridad y la estima a través de la distancia.

Siempre tuve claro que la verdadera amistad es la sincera y noble, también que es aquella que empieza donde se termina el interés o es aquella que llega cuando el silencio entre dos parece ameno, quizás porque en el fondo todos tenemos o creemos tener buenos amigos, aunque pocas veces hayamos tenido en suerte palpitar un sentimiento ajeno para compartir una alegría con alguien que no lleva nuestra sangre y que llegó sin siquiera haberlo citado, o quizás haber compartido un sollozo lastimero en un hombro forastero, aferrando la melancolía en una sola palabra que levantó nuestra grandeza y estrujó la soledad de nuestros días de angustia.

La vida me enseño que la verdadera amistad es como una planta de desarrollo lento, a la cual debemos cultivarla y abonarla con la sinceridad, regarla cada día con el agua del afecto y la consideración, cuidarla con el sentimiento del cariño y las emociones compartidas, a la cual jamás debemos dejarla abandonada a su suerte en el desierto del olvido, pues como una planta, puede crecer muy alto y florecer sus mejores colores, pero si la descuidamos, puede morir sin remedio y desaparecer sin dejar rastro en el recuerdo de nuestra indiferencia.

Reconozco que a veces he odiado a las circunstancias cuando me llevaron por rumbos lejanos y nos hicieron distantes de mis buenos amigos; A veces he odiado al tiempo, porque me hizo preso de mi propia nostalgia; A veces he odiado a la distancia porque me hizo sentirme lejos de mis recuerdos, mis vivencias; A veces he odiado a la realidad, que me fue pintando distintos paisajes, a veces simples, a veces alegres y a veces los que duelen y que nos dejan un agujero en el corazón.

Pero me he dado cuenta que no estoy hecho para el odio, soy de aquellos que definen a la amistad como el único sentimiento, mediante el cual los seres humanos pueden manifestarse afecto, cariño y sinceridad sin condiciones, soy de los que valoran el aprecio en demasía y un convencido que es más fácil encontrar un amor apasionado que una amistad perfecta y es que los buenos amigos son como la misma sangre que acude a la herida sin necesidad de llamarlos.

Cuando pude despertar, un extraño vacío me estremeció el alma, junté las manos y miré el espejo de la realidad, pude distinguir como se ha pasado el tiempo y sin darnos cuenta se fue llevando nuestros años, recordaba a mis buenos amigos, aquellos que siguen hasta hoy, a quienes siempre los tengo presente y que coincidimos en que el tiempo quizás solo nos cambió nuestros cuerpos, pues nuestra amistad sigue latente y fuerte, aunque la separación hoy nos mantenga oculto de los ojos, estamos cerca del corazón, porque cuando el afecto es sincero, rompe fronteras y hace que la distancia sea una mera forma de estar lejos.


LIBRANO

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