
Jamás estuvo en mis planes que por aquellos azares del destino, cierto día un médico me diagnostique que debía ser intervenido quirúrgicamente, de la manera más inesperada y sorprendente, (también en el lugar que menos pensaba). Un sobreesfuerzo físico había roto vasos sanguíneos que habían formado un coágulo hemorroidal y era inevitable la operación.
-A menudo uno cree estar demasiado sano, como para tomar sus precauciones en los excesos- me comentó el Doctor
-No tenemos cuidado con nuestros hábitos alimenticios o físicos que pueden dañar o hacer trabajar en exceso algún órgano y lamentablemente a veces nos damos cuenta de ello, cuando es demasiado tarde- me dijo sin quitarme la mirada, que denotaba fastidio.
Allí estaba yo una tarde de Abril. Postrado en una cama, a la espera que me tomaran el tan conocido ‘riesgo quirúrgico’, alimentando mis temores con fe y esperanza, mordiendo mi ansiedad de esperar la hora indicada para la operación. Aquellas luces de neón que recuerdo, solo las había visto en las películas o cuando estuve en el parto de mis hijos. No sé por qué ésta vez me resultaron tan familiares. La mano de mi esposa estuvo aferrada a la mía hasta el momento en que ya su presencia no era posible, una tímida sonrisa acompañó su mirada y su silueta se fue perdiendo cuando la camilla me llevaba hasta el quirófano.

-Seguramente boludo -me dije para mis adentros- como no es a ti a quien aguijonean.
-Tranquilo, campeón usted es un valiente- afirmo el cirujano acomodándose sus guantes de hule.
Pensaba tantas cosas y un temor asolaba mi cuerpo. Cuando de pronto sentí un dolor agudo por la aguja que me partió la espalda en dos. Después solo recuerdo la frialdad de la mesa y la sonrisa socarrona del médico que lo escuchaba cada vez más lejos, cuando la anestesia me dejaba abandonar la realidad.
-Amigo, es una operación simple, lo que va a tomar tiempo es la recuperación- fue lo ultimo que alcance a escuchar de boca del galeno.
Desperté más tarde en la camilla de mi habitación con un sufrimiento inaguantable, un dolor que asimilé a soportar y a convivir con él, incluso hasta una semana después de la intervención. Aquellas tres noches en la clínica me las pasé casi sin dormir por el padecimiento, a pesar de los sedantes que la amable enfermera me aplicaba ante mi insistencia. Después tuve que ir a casa a la recuperación que fue lenta y muy dolorosa. Allí me pasaba horas pensando los momentos en la clínica, pude mitigar mi dolor con aquellos libros de Pablo Coello, Bryce y Jaime Bayly que pude devorar hasta la saciedad y el control remoto de la TV a mi total antojo, para ver fútbol hasta el cansancio. Hasta que un día tuve que volver a la rutina laboral, con la responsabilidad de cumplir con las obligaciones, pero, con la nostalgia sentida de aquellas horas vividas.
Si algo aprendí de esa experiencia, es a mirar diferente la vida, por todas las cosas que se vienen a la mente, cuando por más simple que sea una operación, se tenga que pasar por el quirófano. Por la abnegación y la comprensión de mi familia, mi esposa y sobre todo mis hijos que sufrieron junto a mí, aquellos momentos de espantoso dolor que me llegaron a quebrar las fuerzas.
Aquellos rezagos de dolor, los valoro hoy, cuando miro a mi esposa y pienso que ella tuvo que vivir dos veces lo que bizantinamente me pasó a mí. Me inspira un eterno respeto a todas las mujeres que alguna vez decidieron dar parte de su vida misma, para darnos a nosotros padres, la dicha y la satisfacción de ver crecer a nuestros hijos, llevando presente, que para que ellos estén vivos, sus madres tuvieron que morir un poco y para cumplir con su papel, fueron mucho mas fuertes y valientes que cualquier pretencioso varón que se crea valeroso por el simple hecho de haber nacido hombre.