miércoles, 16 de julio de 2008

La bonita vecindad del Chavo

Era una noche fría de invierno, en los finales de los 70’, cuando llegué a casa cansado de una tarde de mucho fútbol con los amigos del club. Mi madre –amorosa ella- me recibió con una sopa caliente que, luego de darme un duchazo, devoré con afán desmedido. En la sala de mi casa me esperaba, el recio y consentido televisor marca PHILCO de 25’ en blanco y negro, que era mi engreído. Hacía un par de años que mi padre se lo había comprado a plazos, al Sr. Cueva, un hombre de cabello escaso y físico esmirriado, de sonrisa hipócrita y que vendía de todo y nada. Era el típico usurero que se hacía amigo de todos y de nadie. El que nunca era bienvenido y el que siempre estaba merodeando las puertas de los vecinos, con su libreta de apuntes y su maletín gastado, donde tenía los recibos, que mi madre guardaba con excesivo celo. Los padres de mis amigos –todos sin excepción- tenían que ver con el Sr. Cueva, unos le debían una plancha, otros una cama y algunos pagaban por un dinero prestado.

Aquella noche, mis ganas de refundir mi cansancio tirado en el sofá mirando la TV, se vieron interrumpidos por una visita inesperada. La familia de mi padre, entre primas y sobrinos, que habían llegado de Piura, cayeron por la casa de visita y no tuvieron mejor decisión que sentarse a ver un programa noticioso en el bendito aparato. Así que entre saludos y una cena apurada, estaba toda la familia reunida y yo, con mi revoltosa adolescencia a cuestas, estaba aplastado en un rincón, compartiendo con todos, un programa que no elegí, pero que acepté de mala gana. No me quedaba otra, era el único televisor de la casa.

-Después del noticiero dan la película- decía una de mis tías afanosas, mientras en la tele estaba el gran Pepe Ludmir anunciando un nuevo programa y entrevistaba a un grupo de actores mexicanos.

El que hablaba, era uno de rostro carismático y bonachón, estaba vestido de niño y auguraba mucha diversión para grandes y chicos. Los gestos y ademanes de aquel menudo actor, captaron mi atención de inmediato. Empezó a presentar a los otros personajes que interpretarían las ocurrencias de una vecindad y él asumía ser el creador del programa denominado “El Chavo del ocho”. Ese señor, no era otro que Roberto Gómez Bolaños, mas conocido como “Chespirito”, seudónimo asumido –según contaba- por el diminutivo de Shakespeare.

Desde aquel día, El Chavo del ocho fue el programa que acompañó nuestras noches familiares frente al televisor, gozando con las ocurrencias del Chavo, Aquel niño pobre que usaba gorra a cuadros, con orejas y pantalón con tirantes: Que decía vivir en el número 8 pero solo lo veíamos entrar y salir de un barril. Que siempre presentaba el programa a tropezones, con una pelota o latas, jugando con la pecosa Chilindrina y haciendo víctima de sus travesuras a su papá, Don Ramón, quienes se mudaron al departamento de enfrente ante la llegada de Doña Florinda, la histérica mujer que siempre andaba con ruleros y su engreído Quico, el de los cachetes inflados, un niño sobreprotegido, que siempre vestía de marinerito y que continuamente disolvía la pintura de las paredes con su singular llanto. Fueron apareciendo el profesor Jirafales, perpetuo pretendiente de Doña Florinda y siempre esforzado por ilustrar a todos sus alumnos, aún a costa de quedar en ridículo; la bruja del 71, como la eterna enamorada del padre de la chilindrina quien la miraba llegar como si fuera algún zombie de película o que provocaba al Chavo sus recordadas garroteras; el señor Barriga pasando apuros para intentar cobrarle la renta a Don Ramón y por supuesto Ñoño, su hijo y vivo reflejo.

Y me fui haciendo adulto, carcajeando con cada capítulo, con cada disparate y con cada locución que mis hermanos y yo adoptamos como rutina, acogiendo los modismos y las frases del Chavo; Eso, eso, eso; Es que no me tienen paciencia; ¡Se me chispoteó!; Zas, zas, zas!; o ¡ora si te tocó el ocho! Cuando se iniciaba la persecución a Quico con la Chilindrina y terminaban con un testarazo al señor Barriga. Cuan inolvidable resulta hoy, aquella frase “vuelve el perro arrepentido con la cola entre las piernas y el hocico partido” que muchas veces escuche decir sonriendo a mi madre, cuando mi padre llegaba tarde a casa y traía algún regalo entre las manos. Mi prima Gladys, que vivía con nosotros, se quedó para siempre con el apodo de “La Chili”, solo porque un día, apareció con un par de coletas iguales a la Chilindrina. Como olvidar, al Sr. Cueva, quien cada vez que tocaba la puerta de mi casa, mis hermanos y yo le bromeábamos a mi padre vociferando:

-“Don Ramón”, ahí está el señor “sin barriga”, que viene a cobrarle la “cuenta”- echándonos todos a reír a carcajadas, broma que el Sr. Cueva, aceptaba con una sonrisa cohibida.

El encanto se fue desvaneciendo y el destino –mensajero cruel- nos trajo noticias que el Chavo se estaba quedando sin vecindad. Quico se había ido para no volver a llorar frente a la pared y Don Ramón abandonó a la Chilindrina, para irse al cielo sin pagarle la renta al señor Barriga. Doña Florinda no se quedó con el profesor Jirafales, pero sí con “Chespirito”. Mi viejo televisor PHILCO se fue muriendo junto a sus tubos y dejó su lugar a uno moderno de colores. Los capítulos del sensacional Chavo del ocho, fueron cada vez más escasos. Mis hermanos y yo, seguimos rumbos distintos y mi prima Gladys hasta el día de hoy, vive orgullosa de su apodo. Mi padre le canceló íntegramente la cuenta al Sr. Cueva y hubo un día en que el señor “sin barriga”, ya no tocó la puerta de la casa para siempre. Mi padre se quedó un tiempo con nosotros, pero hoy conversa con él y seguro que recordando las bromas que le hacíamos, se ríen juntos en silencio.

Los que crecimos y nos hicimos adultos con el Chavo del ocho, fuimos cautivos de ese barrio de caricatura, regocijados en sus diálogos que nos provocaban una sonrisa y que siempre venían acompañados de una reflexión, que mas de una vez nos arrancó alguna lágrima traviesa. Fuimos cómplices de aquella ironía y sarcasmo que nos contagiaba y esa ingenuidad que arrullaba el sentimiento. Y es que de alguna manera, asemejamos los personajes a nuestra vida diaria. Quien lo hubiera pensado, pero los mismos capítulos, han sido vistos por nuestros hijos y hasta los nietos por casi un cuarto de siglo, que a veces, pareciera ser una sana costumbre de vida eterna.

Hoy, “Chespirito”, está entre nosotros, mostrando que los años ya le hicieron mella, pero con la misma chispa y el encanto que nos cautivó con sus personajes, los que ya forman parte del inconsciente colectivo de toda una generación. El genial comediante, recibe hoy muchos homenajes y condecoraciones en nuestro país. Quien sabe sea la última visita que nos haga en vida. Por eso, al verlo ensayar la mueca del “no contaban con mi astucia” que hizo conocido el “Chapulín Colorado” –otro entrañable personaje- me resultó tan enternecedor y nostálgico, que casi sin querer queriendo, me fue imposible, dejar de recordar esta bonita vecindad, esta vecindad del Chavo, que no vale ni un centavo. Pero es linda, muy linda de verdad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen posteo, es muy cierto que el chavo ha crecido con nosotros los que ya peinamos canas y algunos mas jóvenes, lo he visto con mis hijos y justamente terminaba de ver un capítulo del chapulin colorado con mi nietecito, cuanta nostalgia nos brinda este genial chespirito, un genio del humor blanco y un verdadero gestor de que le demos imprtancia a la familia, tan decaido concepto hoy en dia.

felicitaciones esta muy bueno el blog

Anónimo dijo...

Muy bue post!
me ha agarrado nostalgia...tantos años de mi juventud esperando toas las tardes que llegara el chavo a mi televisor que hoy de grande ya leyendo este tipos de post me dan una nostalgia y recuerdos terribles de mi infancia...
un saludo