lunes, 22 de septiembre de 2008

El semáforo de la indulgencia

El semáforo pinta la luz roja y todos los autos detienen su marcha. En la pista contraria, un grupo de chicos se han puesto a realizar piruetas y acrobacias, propio de un número circense. Delante de mí, un muchacho desgarbado está haciendo malabares con unos bastones y luego aparece un compañero que trae otros palos, pero estos tienen fuego en sus crestas, la habilidad que hacen gala sorprende a mas de uno. Por lo peligroso que resulta, no quiero imaginar si uno de esos bastones sale volando entre tantos autos y combustible cercano. Ellos indiferentes se entregan a su acto de una manera lacónica como prodigiosa. Al costado del auto un pequeñuelo sin siquiera pedir permiso, trepa tratando de limpiar el parabrisas. Una niña pequeña y una mujer embarazada pasan vendiendo golosinas. Varios hombres curtidos, pasan ofreciendo videos y libros de dudosa procedencia, garantizando su originalidad y funcionamiento con pasmoso descaro. Algunos van acompañados de sus propios hijos que ayudan en la tarea.
José tiene 8 años, es el mas pequeño del grupo, sus ojos negros y pequeños se pierden cuando sonríe, su carita sucia y sudorosa, irradia picardía. En sus manos aprisiona unas gastadas pelotas de tenis, se da cuenta de mi ávido interés, se pone a dominarlas, me asombra y me subyuga su destreza. Culmina su acto de malabarismo y me mira con marcada penitencia, estira su manito sucia para pedir un apoyo voluntario, sonríe complacido y termina por convencerme, de ser uno mas, de los cientos de automovilistas que le dona una moneda, quizás sensibilizado por el acto, talvez cautivado por la cara de este bribonzuelo, que a su corta edad es un eximio burlador de los autos, quizás también, porque me parece –en ese instante- una justa retribución al prodigioso arte de estos pequeños artistas callejeros.

Cuando la luz verde, da el aviso, un pensamiento compasivo me revuelve la conciencia, repasaba en cuan significativa o nociva ha sido aquella moneda entregada. Acaso y haya contribuido a que José ese día pueda cenar decentemente o sin darme cuenta –como le pasa a muchas personas- he favorecido ingenuamente a ladinos explotadores de la necesidad y la caridad consentida de las personas, que utilizan a estos niños de la calle, para enseñarles las piruetas y malabares, para después sacar provecho de sus desventuras. Acaso mi conciencia se quedó tranquila en ese momento, pero conforme me alejaba, me preguntaba, donde estarán los padres de José, que será de sus hermanos, de sus amigos, quizás estén haciendo lo mismo en otro semáforo de la calle, o quien sabe se encuentren en verdad, trabajando de esta manera para unir esfuerzos y ayudar a sus hogares, o simplemente ya no se encuentren en este mundo.

El semáforo, con su luz roja, enciende sus angustias y miserias, ellos por unos segundos, disfrazan de alegría sus propios miedos y temores, llaman la atención con sus brincos y malabares, buscando una recompensa que alivie su necesidad inmediata. Cuando la luz verde deja que los autos emprendan la partida, bajan el telón de su escenario imaginario y nuevamente se refugian en su mundillo de conformismo barato y conveniente. Se quedan allí agazapados, a la espera que la luz ámbar les vuelva a dar el aviso, para seguir en esta rutina de supervivencia dura y lastimera, que quizás para ellos sea su única forma de subsistencia.

Como José, cientos de niños y jóvenes se han hecho amigos del semáforo, que controla sus vidas. Han encontrado la forma de hacerse fuertes en la miseria, con poca ropa vencen a este frío invernal que nos cala los huesos y con poca comida en el estómago resisten temerariamente los peligros de contraer alguna enfermedad. Algunos son obligados, otros remiendan sus penurias y algunas niñas incluso forman parte del alarmante índice de prostitución infantil. Muchos de ellos no asisten al colegio, pues han encontrado la rutina fácil y complaciente, de tener en los bolsillos unas monedas, a veces a costa de su incierto porvenir, de su bienestar y hasta de sus propias vidas.

Cada día la mendicidad en los semáforos, gana más terreno, se hace mas latente y real como nuestra misma rutina de vivencias. Talvez sin darnos cuenta, cada uno de nosotros, esté alimentando esta situación, en cada moneda que tiramos al aire, cada vez que nos cruzamos con sus desventuras, quizás también resulte siendo una de las causas principales, nuestra aceptación de esta situación y haberla insertado como parte integrante de nuestra triste realidad social. Aquella, a la que solo atinamos a mirarla desde lejos, con una actitud de indiferencia, pero también de una marcada y cómplice indulgencia.

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