miércoles, 28 de noviembre de 2007

La madre del futbolista

Aún era un pequeñuelo, cuando sin permiso, me salí de casa para ir a jugar fútbol con mis amigos; Era lo que me encantaba, lo que me hacía feliz. No interesaba si los que jugaban eran mucho más grandes que yo, me importaban dos centavos, que el líder del grupo -que andaba por los 17 años-, me mandara al arco, total, con mis nueve años a cuestas, no era mucho lo que aportaba, pero el estar allí, era un logro importante, era mi triunfo, mi total satisfacción.

Aquel día, el pequeño e improvisado arquero, había impedido con su frágil cuerpo que su equipo perdiera por una goleada calamitosa. Hasta que vino el instante fatal, inesperado. La última jugada del partido, cuando el delantero rival se aprestaba a convertir el gol del triunfo, cual gato felino, detrás de su preciada presa, me lancé sobre sus pies y agarré la pelota, pero también su pierna. Allí me quedé tendido, aprisionando el balón, satisfecho de la hazaña. Solo pude reaccionar cuando la sangre que manaba abundantemente de mi boca empezaba por ahogarme. Aquella proeza me había costado un corte significativo que dejaría una huella indeleble hasta el día de hoy.

Lo peor vendría después, como decírselo a mi madre. Entre todos me auxiliaron y pudieron llevarme a casa. Confabulado con mi hermano menor, debíamos fingir que me había caído de la escalera. Así lo hicimos y ella, llorosa, preocupada, me atendió con devoción infinita. En mi interior sentía que era la peor mentira que le inventaba y aunque mi conciencia me golpeaba la espalda, mi raciocinio infantil, me decía que era lo mejor, para que no sufra. Pero en el fondo fue una perversa forma de esconder una mentira, como una de las tantas travesuras que hice, tratando de ocultar mi pasión excesiva por el fútbol.

Cuando mi adolescencia, le jugaba bromas a la madurez, cada vez que salía a jugar fútbol, para mi madre era un tormento. Su instinto sobre protector me llenaba de consejos y limitaciones, como todo adolescente, rebelde y presuntuoso, siempre le hacía oídos sordos. Pero cada vez que salía de casa, raudo y sin escucharla, regresaba con alguna magulladura en la pierna, un moretón en la cara y más de una vez, alguna lesión que me postraba en la cama, confinado a estar con toda la torpeza que desfogaba mi flemático carácter; Pero ella con dedicación y su amor incomparable, apaciguaba mi dolor, sin un solo desdén. Siempre estaba presta para atenderme, traerme el agua caliente, curarme las heridas y a veces darme la comida en la cama. Mas de una vez tuvo que castigarme sin dejarme salir de casa, incluso escondiéndome la ropa y las zapatillas, según ella para evitar me envicie en el fútbol. Lo cierto es que eso ya estaba en mi piel y muchas veces tuve que escapar y jugarme un partido descalzo, regresando a casa con los pies destrozados, recibiendo la reprimenda de rigor y algún azote que ella desfogaba por la impotencia de reprender a este pelotero callejero e incorregible.

Cuando mi sueño inverosímil de ser futbolista empezaba a ser real y el destino me regalaba un periplo en aquella recordada cancha del Cristal, en la Florida, mi madre me repetía que allí no había futuro, siempre estaba preocupada que me vaya a exponer a una lesión grave. Aunque recibía tratos diferentes, a ella nunca le hizo gracia que su hijo mayor se dedicara a patear un balón y tampoco creía que de eso se podía vivir o hacer un porvenir diferente. Quizá, era su forma de brindarme protección o simplemente era su amor generoso, lo que la hacía temerosa y a veces insegura en su proceder. Talvez, el haber perdido su primer hijo a los dos meses de nacido, le cambió su forma de ser y yo me convertí –sin quererlo- en alguien que suplió ese inmenso vacío.

Recuerdo que una sola vez en su vida, mi madre -convencida por mi padre y unos tíos-, accedió a ir a verme jugar un partido de fútbol. Aquella vez, estaba nervioso. La vi allí sentada, con su carita de ángel y sus manos entrelazadas, en cada jugada disputada con un rival, se acurrucaba con mi hermano, evitando ver el desenlace final. Aquella vez me toco hacer un gol y corrí a su lado, la abracé eufórico, la sentí sollozar, quizá contenta, quizá complacida, talvez solo melancólica de ver que su hijo, era inmensamente feliz en una cancha de fútbol y eso para ella era suficiente. Cuando llegamos a casa, no pude ocultar mi alegría y entre bromas, pude recién confesarle que la huella que tengo debajo de la boca, no me la hice en la escalera, sino jugando fútbol, ella lejos de molestarse, sonrió embelesada y me abrazó emocionada. Lloramos juntos. Esa era una de las tantas formas que tenía de mostrame su perdón, en una clara forma de enseñarme, que por más injusto que era mi proceder, ella siempre estaba allí presta, a brindarme su indulgencia.

Pero el destino quiso que ella tenga razón en algo, y no seguir el sueño de ser futbolista, pero igual continuaba dándole al balón, como un vicio, una religión, un credo. En casa se vivía y respiraba fútbol, si no estaba en una cancha de fútbol, estaba en el estadio, allí vinieron los amigos y las grandes jornadas deportivas, que con el tiempo se fueron haciendo rutinas insalvables. A mi madre siempre le disgustaba la tertulia posterior a un encuentro de fútbol y jamás entendió que mis amigos y yo igual celebráramos los partidos, sin importar si el resultado fuera favorable o negativo, tampoco entendió que algunos regalos que le brindaba, era por haberme ganado algún dinero extra, “solo por correr detrás de una pelota”, como ella me decía a menudo.

Hoy quise recordar a mi madre y su paciencia imperturbable, su compresión infinita y su amor imperecedero, para este su hijo, que tuvo de niño el sueño alocado de vivir tras de un balón, haciéndole pasar momentos amargos, tristes pero también inolvidables. El destino travieso, a veces injusto, en el momento más inoportuno lo devolvió a la realidad y hoy es uno mas de aquellos románticos futbolistas frustrados, que para no perder la costumbre, de cuando en vez intenta seguir divirtiéndose en una cancha de fútbol. Ella sigue allí vigilante y tan amorosa, a veces me dice que felizmente sus nietos, no han heredado aquella obsesión desmedida por el fútbol, pero yo brindándole un beso en la frente, me despido diciéndole en el oído:

-Mamita linda, en esos tiempos no existía, el bendito vicio del Play Statión.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que buen artículo, la verdad que cuando a uno le ha gustado y le sigue gustando tanto el futbol nunca deja de seguir soñando con q alguna vez pudo ser otra la historia.
Y es verdad ahora los chicos solo tienen ojos para el playstatiom

Alberto Benza dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Alberto Benza dijo...

Muy buen relato si puedes comunicate conmigo betobenz@yahoo.es Saludos Beto