sábado, 23 de febrero de 2008

Amarillas en mi vida (La premiación)

Era una tarde de Diciembre, cuando navegando en la web, encontramos un particular aviso que hablaba de un concurso, para contar en 100 palabras (ni una mas ni una menos) alguna anécdota en la cual haya sido importante el uso de las Páginas Amarillas. Al principio me pareció muy singular el concurso, pero también muy divertido, además que estaba dirigido a los Bloggers, aquellos mortales –del cual formamos parte- que de alguna u otra manera han encontrado la oportunidad de construir en la web un portal personal, donde expresar aquellos pensamientos perdidos, unidos a sus sentimientos mas escondidos, de manera libre y extrovertida, exponiendo ideas y puntos de vista de temas diversos.
-De seguro van a entrar muchísimos post- me dije para mis adentros
-Pero nada pierdes en el intento- me respondió una voz interior

El día 14 de febrero, ha sido la premiación. Nuestro post fue considerado en el sexto lugar (el último en orden de mérito), pero al margen del puesto ocupado, nos ocupa el mérito de todos los participantes, cada uno con una historia valiosa como divertida. Ha sido una linda experiencia de conocer otros Bloggers y saber que cada uno de ellos trata de expresar lo mejor de uno mismo y compartir su talento, de alguna manera u otra, un Blog refleja la personalidad del ser humano, que se encuentra detrás del teclado.

El agradecimiento a Páginas Amarillas, por esta oportunidad de poder llegar a mas personas. Por permitirme compartir con mis dos fieras, el premio de este iPod que se lo ganó el padre, pero que el uso se lo disputan entre ellos. Pero sobre todo agradecer la ocasión de poder conocer y admirar a los amigos, que fueron premiados por sus Blogs y de su experiencia con las Páginas Amarillas, que de seguro ya forma parte importante de sus vidas.

Detalles del concurso en: http://www.amarillasenmivida.com/


martes, 12 de febrero de 2008

Una rosa por San Valentin

Lizette tiene los ojos almendrados, su blonda cabellera ensortijada le da un aire esplendoroso a su rostro, que tiene la blancura inmaculada de la inocencia. Su sonrisa es amigable y encantadora, es de corta estatura, pero su figura es contoneada y a pesar de ser muy joven, se le ve una chica muy atractiva. Físicamente se parece mucho a su madre, su eterna compañera, encubridora de mil y tantas aventurillas infantiles, quien al mirar con nostalgia a su “bebita” -como ella la llama- puede darse cuenta que se ha convertido en toda una mujer.

Adriana, es la mejor amiga de Lizette. Es una chica de buenos modales, aunque no muy agraciada, su cabello negro azabache resalta los rasgos orientales de su rostro y su figura es delgada, frágil. Desde niña tuvo problemas con su peso, siempre fue un trauma para ella, pues era objeto de constantes burlas. Cuando los años le dieron luz a la pubertad y la adolescencia les tocó la puerta, las dos amigas eran inseparables. Las vivencias juveniles forjaron un solo sentimiento y sus afinidades eran las mismas. Cual si fueran dos hermanas, se llevaban de la mejor manera. Cuan distintas físicamente una de la otra, aquello nunca fue obstáculo para su vínculo amical y muchas veces compartieron el mismo dormitorio, sus padres eran muy activos con sus reuniones familiares donde ellas participaban a menudo.

Lizette conoció a Alex una mañana de Enero, cuando él entraba a la secretaría de la Universidad y ella acompañada de Adriana salían de terminar el trámite de inscripción y casi por casualidad, o por azahares del destino, al abrir la puerta, él no pudo evitar golpearla.

-Sorry amiga, disculpame, estás bien?- le preguntó Alex- abriendo sus grandes ojos pardos intensos y tomándola del brazo.
-Si... si... no te preocupes, no fue nada -dijo ella nerviosa- mirándolo fijamente y permitiendo que las manos del chico, tocaran un instante su adolorida extremidad, lo cual la hizo estremecer.
-Soy un tonto, no me di cuenta –
-No fue nada, de verdad- dijo ella nerviosa
-¿En serio?... que tonto he sido… sorry, no pude evitarlo...
-No digas eso, no te preocupes-
-Bueno, me perdonas entonces- dijo Alex mirándola fijamente

Lizette, solo atinó a tomarse el brazo y sus ojos claros se refugiaron en la mirada del muchacho, que le brindaba una tenue sonrisa, la misma que encontró complicidad con el de la bella chica, que desde ese instante quedó prendada de aquel porte atlético, el cabello lacio y largo del chico, que le daban un aire de fresca irreverencia adolescente.

Desde aquella primera vez, Lizette no había podido olvidar a Alex, frecuentemente solía recordar su mirada y la sonrisa de ese rostro bronceado por el sol limeño. Pero ese detalle también había sido similar en Adriana. Después del incidente, charlaron sobre el muchacho y coincidieron en que a las dos las había impactado su cortesía y amabilidad, pero por sobre todo su atractivo físico. A pesar que cada una se guardaba para su intimidad el real sentimiento, que les había influido “el chico de la puerta”, como ellas lo empezaron a llamar.

Cuando empezaron las clases en la Universidad, nuevamente las dos amigas estaban en el mismo salón. Tamaña sorpresa se llevaron, cuando aquel primer día, vieron aparecer en la puerta a Alex, ambas lo miraron sorprendidas y él al verlas se acercó amablemente.

-Pero que pequeño es el mundo –dijo él mirando a Lizette y sin dejar de sonreír
-Si es verdad, el mundo es un pañuelo-
-No pensé encontrarte en el mismo salón, espero que me hayas perdonado.
-No te preocupes, todo ha sido superado –dijo ella, mirando incómoda a su amiga, que no le quitaba los ojos de encima al mozalbete.
-Para olvidar todo, saliendo te invito un heladito, ah y puedes traer a tu amiga si quieres– asentó Alex divertidamente, sin darse cuenta que Adriana, sintió la broma como una bofetada. De alguna manera se estaba sintiendo desplazada, al ver la preferencia por su amiga, del “chico de la puerta”, aquel que ya despertaba alguna ilusión escondida, en su aún voluble corazón juvenil.

Adriana nunca tuvo un enamorado conocido, ella de alguna forma, fue siempre la concubina de su mejor amiga y era la que la apoyaba, cuando la muchacha del cabello rizado tenía problemas del corazón. Era su confidente, su cómplice y la que se mojaba los pies, cuando su amiga no tenía el valor de pisar el charco de las dudas y las frustraciones. Su carácter, era muy extraño y llena de complejos, muchas veces hablaba de morir y de conocer el dolor, temas que Lizette nunca le dio mucha importancia.

Desde un inicio los dos muchachos se sintieron atraídos físicamente, pero ninguno marcaba la iniciativa. Para Alex le era difícil, decirle a Lizette lo que sentía, pues casi siempre estaba cerca de Adriana, quien hacía lo imposible por ocultar su sentimiento escondido y en más de una vez había intervenido de manera sutil y disimulada para que aquella relación no se consumase. Pero la rutina de los estudios y la convivencia amical, logró que el Puente de los Suspiros, en Barranco, sea el lugar donde se declararían su amor, una tarde de Octubre en que vieron el ocaso desde el acantilado, Alex le regaló una rosa roja, en recuerdo de aquel flechazo inicial que los unió por azahares del destino. Ella guardó la rosa, entre las hojas de su diario, aquel que guardaba celoso sus infinitas vivencias juveniles

Cuando Lizette le contó a Adriana, ella, lo tomó de manera sutil. Aunque en el fondo, era una puñalada a sus sentimientos ocultos, estoicamente fingió una alegría que no sentía. Desde aquel día, miraba y compartía con ellos su felicidad. Alex y Lizette eran la pareja ideal, caminaban juntos a todos lados y en la Universidad, eran conocidos como los tortolitos que disfrutaban su juventud y se prodigaban el amor, que nació en las aulas y que cada día crecía y los hacía inseparables. A su lado siempre estaba Adriana, participando con ellos, viendo como se amaban y siendo la eterna concubina de sus sentimientos compartidos.

Así pasaron dos años, Adriana amaba en silencio a Alex, se había enamorado desde el primer día que lo conoció. Pero fiel a su convicción de buena amiga, jamás dijo una palabra. Cada noche en su cama gruesas lágrimas alimentaban su desconsuelo. Así se acostumbró, a mirarlo como el hombre ajeno, el hombre que amaba con locura pero que jamás estaría a su lado, era el hombre que le pertenecía a su amiga, a su “hermanita” como la llamaba. Su corazón muchas veces se doblegaba, cuando Alex cariñosamente, le pasaba la mano por su cabeza, de manera natural, limpia y desprendida. Detalles, que ella valoraba en demasía, pero que contrastaban, con la guerra de sentimientos que tenía en el alma. Enfrentados, estaban, su amor incondicional y desmedido, contra la nostálgica resignación, a ser considerada simplemente: La querida amiga.

Las playas de Máncora, fueron testigos de horas felices para la pareja. Aquel verano fue inolvidable, Lizette y Alex, después de casi un mes de vacaciones, regresaban a Lima, envueltos en el embeleso de su juventud, de su amor incondicional y aquel sentimiento que se había cimentado en sus corazones. El celular de Lizette sonó para avisarle de un mensaje: “Adriana está grave regresa pronto”. El pálpito de que algo serio le pasaba a su mejor amiga, le estremeció el cuerpo. Un mal presentimiento, le había dado la señal que algo no andaba bien. El camino se hizo mas largo de lo normal, la angustia le quitaba la respiración y agitaba sus pensamientos.

Era 14 de febrero en el calendario, día de San Valentín. Alex y Lizette fueron a visitar a su amiga, que estaba internada en la clínica. Cuando llegaron encontraron a su madre Martha y algunos familiares en desgarradoras escenas de dolor. Al entrar a la habitación, solo divisaron la cama vacía y un jarrón con flores amarillas. Lizette con la mirada perdida, preguntaba que había pasado con su amiga.

-Que pasó señora, ¿donde está Adriana?
-Ella se fue hija, nos ha dejado para siempre-
-Pero ¿porqué?- preguntó sollozando y abrazándola
-Tú no lo sabías pero ella tenía un aneurisma que se complicó por los medicamentos que últimamente tomaba para el dolor de cabeza- le explicó
Alex abrazó a Lizette conjugando lágrimas de impotencia. La ventana, irradiaba las luces de neón de la ciudad que recién empezaba a sentir la noche y dibujaba en la pared, las siluetas de la pareja.
-Porqué nunca me lo dijo… yo era su mejor…
-Ella nunca quiso que ustedes lo supieran- interrumpió Martha
-Yo tenía fe que podría recuperarse, pero ella últimamente hablaba de querer morirse y que estaba muy enamorada, al principio, no quiso decirme de quien, hasta que encontré esto-
Martha se acercó a la pareja y sacó un libro desgastado –era el diario de Adriana- entre sus hojas estaba la misma rosa roja, que le regaló Alex y una foto del muchacho, que alguna vez fue de Lizette, detrás de la misma estaba escrito:

“El amor es vida, es felicidad, es ilusión y esperanza,
Pero también es sacrificio, es dolor y es muerte,
Si solo puedo verte y no puedo tocarte
Si solo puedo quererte y no puedo tenerte
Si solo puedo sufrir sin siquiera ilusionarme
Prefiero morir para poder dejar de amarte


Aquel mensaje, sin querer, los hizo sentir culpables. Se miraron por un instante, sin entender siquiera, que Adriana se fue muriendo de a pocos. Con cada momento de felicidad de ambos, en ella se apagaba su ilusión de vivir. Por cada instante alegre que compartían juntos, ella fue matando sus sueños y finalmente se dejó vencer por la muerte, dejó en silencio que fueran agonizando lentamente sus sentimientos, hasta no sentir latir más, a su atribulado corazón.

En aquella cama vacía, solo quedó el olor a flores, en el día de San Valentín. Adriana guardó la rosa roja, como una señal para inmortalizar la reflexión, que, cuando el corazón ya no tiene armas para enfrentar a la realidad o cuando el amar se vuelve una utopía en el horizonte lejano de las desilusiones, es posible que se pueda morir de amor, pero quizás resulte mas fácil el dejarse morir de amor por dentro.